La sinrazón de los toros

Publicado  martes, 30 de marzo de 2010

No sé si se han fijado en un detalle curioso. En España contamos con grandísimos escritores y articulistas, auténticos maestros del lenguaje y la retórica, argumentadores geniales que actúan como baluarte de las libertades, desmontando con un razonamiento implacable todo vicio antidemocrático. Sin embargo, todos ellos se muestran desmañados e inconsistentes cuando se proponen aducir motivos que excusen las corridas de toros. Todavía no he leído una sola tesis convincente al respecto.

Justificar el rechazo a la llamada “fiesta nacional” es muy sencillo. Tan sencillo, que basta una sola frase: no puede ser ético ni moralmente aceptable que el disfrute humano implique el sadismo, el ensañamiento, la tortura de un animal hasta la agonía y la muerte.

Sus defensores solo alcanzan a balbucir torpes pretextos. Que la finalidad es deleitarse con la gallardía del torero y no con el sufrimiento del toro (aunque esto sea condición sine qua non para aquello). Aquí aprovecho para recordar que el fin no justifica los medios. Que es una cuestión de libertad y a nadie se le obliga a ir a los toros. Efectivamente, a nadie, excepto al toro. “Ojos que no ven, corazón que no siente” no puede ser una premisa válida. Además, ¿qué ley es esa que garantiza el derecho al maltrato animal? Que el movimiento antitaurino exhala un tufillo sospechosamente nacionalista. Si alguien ha seguido habitualmente mis columnas, sabrá que si de algo no soy sospechosa es de nacionalista de ninguna cuerda. Que los mismos que denuncian las corridas luego cenan chuletones. Es posible. Nadie en su sano juicio demonizaría a una leona por cazar gacelas. Una cosa es comer filetes y otra bien distinta hacer del tormento una fiesta. Que el toro vive como un marajá y solo sufre 15 minutos. ¿A partir de qué minuto debemos considerar condenable la tortura? Algunos, incluso, niegan que el animal sienta y padezca, afirmación incompatible con las leyes biológicas aplicables a los animales cordados. Que, de no ser por la fiesta, el toro estaría extinto. ¿Acaso desapareció el caballo cuando fue postergado por su homónimo de vapor?

Es difícil comprender la defensa de la lidia. ¿Por qué no podemos tirar cabras desde los campanarios y sí torear? ¿Acaso lo primero no es una tradición de hondo raigambre? ¿Por qué la ley condena a quien mata a un burro de una paliza o cuelga a un galgo y, en cambio, protege las corridas? ¿Es porque burro y galgo no vivieron como rajás hasta un cuarto de hora antes de morir? En mi pueblo aún se estila lo de ahogar gatos y envenenar perros, ¿deberíamos declararlas actividades de interés cultural?

Así pues, aclarémoslo de una vez por todas, oponerse a los toros no implica formar parte de una conspiración étnico-cultural de carácter periférico y disgregador, tal como afirman algunos; ni supone la participación en un contubernio prohibicionista de corte neofranquista, como han sugerido otros. No. Es mucho más fácil y más humano que todo eso. Simplemente, una cuestión de empatía. Y por eso yo, que camino mirando al suelo por no pisar hormigas y compro huevos de “gallina feliz”. Yo, que he visto a mi padre salvar la vida de la víbora que acababa de picar a mi perra en el hocico. Yo, que jamás disfruté en el circo y que no he vuelto a ver 'Bambi'. Yo digo: ya está bien.
Aurora Nacarino-Brabo -Columna-

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