
Desde pequeños negocios de barrio a las más altas esferas gubernamentales, pasando por las instituciones policiales y el Ejército, los carteles de la droga han levantado un auténtico imperio cuyo desmantelamiento parece utópico. El Gobierno que preside Felipe Calderón lanzó la mayor ofensiva contra el narcotráfico en diciembre de 2006 y, desde entonces, las Fuerzas Armadas mexicanas libran una auténtica guerra contra esta lacra que, si bien ha cosechado no pocos éxitos, aún dista mucho de poder darse por ganada. La mafia mexicana parece haberse trasmutado en una hidra de muchas y muy diferentes caras, a la que nunca se consigue dar muerte.
La imagen ostentosa del narco que luce collares de oro y pasea a bordo de coches de alta gama, continúa siendo un gran atractivo para muchos jóvenes sin recursos. Chavales que no alcanzan los 20 años y que en algunos casos apenas han superado su décimo cumpleaños, son reclutados cada día por los carteles para servir a la causa, con el sueño de enriquecerse algún día.
Pero detrás de la cara más visible del narcotráfico se esconden otros muchos rostros de esa gran hidra. Mafiosos de perfil bajo, que evitan la exposición pública y a menudo forman parte de una élite profesional de empresarios aparentemente intachables. Suelen ser personas preparadas y no señaladas, que se mueven libremente por todo el territorio mexicano. Su comportamiento a menudo es el siguiente: se asientan en un lugar como inversionistas, haciéndose con negocios como discotecas, bares, prostíbulos y hoteles, que les permiten lavar dinero y formar ejércitos de sicarios. Además, la actividad comercial genera empleo, por lo que a menudo se ganan el favor de la población local.
Así, en muchas ocasiones, los carteles presentan la apariencia de una red de oficinas que genera millones de dólares cada mes. Son organizaciones bien gestionadas y jerarquizadas, con una gran especialización del trabajo y una tecnología sofisticada que dificulta enormemente la actuación policial. La mafia no deja nada al azar y todo el mundo sabe muy bien cómo desempeñar su papel dentro de la cadena: se trata de pequeños grupos dedicados a funciones específicas, sea el traslado, sea sembrar, sea cobrar, sea blanquear el dinero, sea llevar a cabo los asesinatos a sueldo; todo ello sin hacer ruido y sin que nadie sepa dónde andan, ni qué están haciendo.
Después está el otro perfil, que es el del narcotraficante violento que protagoniza la actualidad informativa todos los días, el que está peleando territorios, peleando por sobrevivir, y peleando por el poder. Son, en su mayoría, antiguos sicarios o pasadores de drogas que ahora también quieren mandar. Este es el prototipo de narco que vemos en las cárceles con los brazos cuajados de tatuajes. El que ha puesto de moda el culto a la Santa Muerte o al Jesús de Malverde, salteador de caminos del siglo XIX, ahora convertido en santo por muchos delincuentes y gentes de pocos recursos. Son los protagonistas de las miles de muertes que tienen lugar cada año por motivos relacionados con los carteles de la droga. Asesinatos escalofriantes, rodeados de sadismo, decapitaciones y narcomensajes, que forman parte de toda una simbología para aterrorizar al rival.
La narcoviolencia se revela un entramado demasiado complejo y difícil de combatir que cuenta en no pocas ocasiones con la connivencia, cuando no con la complicidad, de muchos miembros de la Seguridad del Estado mexicano. Mientras se escriben estas líneas, nuevos crímenes tienen lugar en las calles de México sin que nadie dé con la clave para poder parar esto. Las últimas noticias hablan de siete muertos en Acapulco, por culpa de un fuego cruzado entre policías y narcos. Recientes encuestas revelan la desconfianza de la población sobre una pronta solución al problema y los mexicanos rehúyen los micrófonos cuando se les pregunta por los carteles. Tan solo alguna mujer valiente saca fuerzas para rebelarse: “¿Hasta cuándo”?
Reportaje por Aurora Nacarino-Brabo
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